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Ser Ceniza

Malecón Aventurero

Por Javier Prieto A.

¿Y habrá suerte mejor que ser la ceniza, de que está hecho el olvido?

Jorge Luis Borges



Al igual que los poetas, todos nos asomamos con desconsuelo ante lo efímero de la vida. Ciertamente, efímeras, son las cenizas en que se van a convertir nuestros cuerpos apenas nos muramos, puesto que ya a casi a nadie lo entierran sin antes cremar su cuerpo.

¿Por qué se ha puesto de moda, entre tanta gente el pedir que apenas se mueran, sus deudos esparzan sus cenizas en uno o varios lugares por los que anduvieron felices mientras estaban vivos?: ¡Lanza mis cenizas desde lo más alto del Popocatépetl! ¡Esparce mis cenizas en lo más azul de la Bahía de Ensenada!, etc.

Es sorprendente que alguien anhele permanecer en un lugar y en un tiempo en el que sabe que ya nunca va a poder regresar. Muchos de los que tienen la convicción de que no se regresa más, en realidad, piden esparcir sus cenizas, porque lo que quisieran es alargar los instantes y detenerse, para siempre, en un momento feliz.

Creemos que, en efecto, nadie parece resignarse a irse del todo y sin más: lo que se quiere es dejar un recuerdo; o, cuando menos, fijar un instante de felicidad que nadie nos lo pudiera ya quitar. La condición humana parece buscar siempre un consuelo definitivo, aunque sean muchos los que no crean, en absoluto, que éste pudiera darse.

En eso de las cenizas esparcidas, o de la canción que toquen en nuestro funeral hay, sin duda, algo contradictorio, porque quien murió ya a esta vida no podrá nunca regresar a ella, ni podrá darse cuenta ni de lo que le cantan ni podrá gozar el embrujo de su lugar favorito.

Querer la permanencia de los instantes felices constituye una constante humana. Muchos nos revelan que no creen que haya otra vida, después de la muerte. Y, sin embargo, desean ver depositadas sus cenizas en un lugar determinado, como si este hecho pudiese prolongar un sueño anhelado y les ayudara o a imaginarse que permanecerán para siempre en él. Piden de nosotros un acto de fidelidad y de consuelo, por más que digan estar seguros de que no se darán cuenta de nada de lo que hagamos en recuerdo de ellos.

Precisamente por ser, cada uno, de nosotros personas, muy pocos aceptan que se irán del todo y para siempre, no obstante que digan aceptar que su desaparición será total, al morir. Por el contrario, todos nos aferramos a formas de trascendencia, aunque sean sólo poéticas e imaginarias. Y aunque esto parezca, a muchos algo absurdo.

Juan Ramón Jiménez insistía. “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando...” He ahí una manera más inteligente de querer llevarse con él, al otro mundo, todo lo que ha amado en su vida. Y de condolerse de lo efímero de la vida temporal. Nuestro poeta Nezahualcóyotl también lo hacía en el dulce idioma náhuatl de nuestros antepasados.

Son muchos los poetas que tratan este asunto y nos deslumbran con poesías evocadoras, pero seguir mencionando más de esto nos pone en el riesgo de nunca acabar esa columna.

Baste decir que los poetas nos recuerdan que las mariposas brotan de una crisálida, que dejan de ser gusanos y aprenden a volar. Y por su lado, algunos de los creyentes quisiéramos parecemos al primer ladrón canonizado cuando pidió a Dios, “—¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino! —”


Creo que el ejemplo culminante de esta esperanza está en las inolvidables coplas de Jaime Manrique a la muerte de su padre. Estas coplas comienzan con aquella alusión que pide al alma adormida, que avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando; cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado, fue mejor…”

Manrique culmina la poesía del amor a su padre, diciéndonos que: “Así, con tal entender, todos sentidos humanos conservados, cercado de su mujer y de sus hijos y hermanos y criados, dio el alma a quien se la dio (el cual la ponga en el cielo en su gloria); que, aunque la vida perdió, nos dejó harto consuelo su memoria.”

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